- PAUL GUSCHLBAUER -

ALASKA

VOLAR POR VOLAR

Un cielo azul y ni una nube. El sol está ya cerca del horizonte y baña con su luz cada punto del paisaje. Ni rastro de presencia humana.

Los últimos prados a la vista siguen parcialmente cubiertos de hielo, los ríos discurren sinuosos, bosques de abedules blancos despuntan hacia el cielo como huesos de la tierra y hacia el norte discurren miles de kilómetros cuadrados de montañas y lagos. Abajo se ve una manada de perros correr tirando de un pequeño trineo. El musher mira hacia arriba y saluda al pequeño avión que surca el aire en un vuelo bajo. Los primeros acordes de «Hard sun» suenan en la cabina. Eddie Vedder escribió esta canción para la película Hacia rutas salvajes. El piloto de la Piper PA-18 Super Cub asciende con elegancia y rapidez. El aparato de un solo motor destaca a contraluz, gira y cae en picado, antes de seguir volando.

El piloto luce una media sonrisa y se pregunta si este es el sabor de los sueños hechos realidad. El hombre del trineo grita y ríe de alegría, levantando el puño en el aire. Paul, el piloto, comprueba los instrumentos y corrige ligeramente el rumbo, girando unos grados a la derecha. Empieza a cantar al mismo tiempo que el sol extiende sus últimos rayos sobre Seward’s Folly. Seward’s Folly es como llamaban a Alaska en 1867. Este territorio inmenso, tan grande como el Midwest estadounidense, no siempre ha sido parte de ese país. Nuestra especie llegó aquí hace miles de años procedente de las islas aleutianas y el Estrecho de Bering para asentarse en el continente, pero los primeros colonos europeos de esta tierra remota de hielo eran rusos. Los cazadores y mercantes de pieles se repartieron a lo largo de unos pocos y aislados puntos de intercambio comercial. Obligados por su avaricia a llevar una existencia miserable, en el límite de lo humano, esperando hacerse ricos para volver a la madre patria convertidos en grandes señores. En 1867, abandonando la idea de transformar las bellas, pero inhabitables islas en una colonia funcional, los rusos decidieron vendérsela a EE. UU. El secretario de estado William Seward se hizo cargo de las negociaciones y en una noche concluyó el acuerdo. El zar Alejandro II recibiría 7,2 millones de dólares a cambio de un millón setecientos mil kilómetros cuadrados de Alaska. Sus colegas no consideraban una buena idea gastar todo ese dinero a cambio de un lugar que era esencialmente inhabitable e improductivo. Una verdadera locura. Al menos eso pensaban hasta que, treinta años después, comenzó la fiebre del oro en Klondike. El avión de Paul frena y pierde altitud. Con los últimos rayos de la puesta de sol se dirige con seguridad a una pequeña colina y gira a la izquierda. Se hace visible una pequeña franja de tierra rodeada de altos abedules. Muy, muy pequeña. A Paul piensa en lo terrorífico que resultó aprender a despegar desde ella y en la seguridad que muestra Ken al lograrlo. Sujeta la palanca con decisión y con pericia lleva el avión a tierra.

Desde el hangar al final de la reducida pista de aterrizaje, asoma la cabeza de un hombre, con el pelo revuelto y manos y ropa cubiertos de aceite negro de motor. Con un rostro extravertido y tranquilo, tiene aspecto de que le apasiona lo que está haciendo. «Bueno, Paul», dice sonriendo, «¿Has acabado por hoy? ¡Bienvenido a casa! Vamos, mi mujer nos ha preparado una cena estupenda». Paul descarga con dificultad una gran mochila de la pequeña Super Cub. «Ya he acabado... por hoy. No tengo mucho tiempo. Mañana quiero llegar más al norte, más allá de Denali. Creo que voy a estar fuera tres o cuatro días. Vamos a comer que estoy agotado y muerto de hambre». Paul Guschlbauer y Ken MacDonald entran en casa charlando sobre lo que hay más allá de las montañas, a medida que caen los últimos rayos de sol sobre Alaska. Han pasado ya cuatro meses desde que este extraño austriaco llegara desde Anchorage con solo dos parapentes, un saco de dormir, un par de esquís y algo de ropa. Ahora, vive en su avión y en el hangar de Ken. Ha aprendido a aterrizar y despegar en los lugares y bajo las condiciones más imprevisibles, a arreglar el avión por sí solo y a volar sobre el interior de Alaska. Se conocieron hace poco y en condiciones poco habituales: Paul, que ante todo es piloto de parapente, buscaba algo que llamara su atención tras el Red Bull X-Alps, algo como un proyecto de exploración. Tras unos pocos correos electrónicos y menos llamadas aún, se puso en contacto con Ken, uno de los mejores pilotos de avioneta de esa parte del mundo (y posiblemente de todas). El plan era sencillo. Conseguir una licencia de vuelo estadounidense (fácil, lo único que necesitas es compulsar la europea). Encontrar el avión adecuado (mucho más difícil, pero no imposible). Por último, llegar con el avión hasta lugares remotos y desde allí hacer parapente: lugares tan alejados de todo que tardarías dos semanas en alcanzar a pie. Hacia rutas salvajes, pero sin palmarla en un autobús roñoso y abandonado. A Ken le gustó tanto el proyecto que ayudó a Paul a comprar una vieja Super Cub, le enseñó a arreglarla y le ofreció su experiencia y un lugar en el que dormir. Paul se levanta temprano, antes del alba. La cena estaba deliciosa y ya echa de menos ese ambiente familiar que se ha creado entre él, Ken y su mujer e hijos. En el silencio que precede al amanecer carga la avioneta con provisiones y el equipo que necesitará los próximos días: parapente, esquís, una pequeña tienda, algo de comida. Comprueba el nivel de combustible y echa más.

Justo antes de que Paul encienda el motor y parta hacia su nueva aventura, aparece Ken, aún con las marcas de la almohada en la cara. El estadounidense da una palmadita al fuselaje del avión y lo acaricia. «Hicimos un buen trabajo con esta chatarra del 59, ¿verdad? Parece otro avión». Paul baja de la cabina y asiente. «Bueno, la verdad es que el que hizo un buen trabajo fuiste tú. Yo solo te eché una mano. Ken, no sé cómo darte las gracias. Eres una persona increíble, un amigo de verdad». Ken le quita hierro al asunto con una mueca. No le gustan los halagos. «Oye» dice Paul, «¿por qué no vienes conmigo? Hace mucho que no volamos juntos». Ken acaricia las aspas de los rotores de la Super Cub, perdido en sus pensamientos. «Me encantaría acompañarte. Volar contigo y enseñarte a hacerlo sobre Alaska ha sido genial. Creo que... cuando le enseñas a alguien el lugar en el que vives te da la oportunidad de verlo con otros ojos. Puede que yo te haya enseñado unos cuantos trucos de piloto, pero tú me has recordado a mí lo que amo de este trozo de hielo». Ken arruga la frente y se muerde el labio «Pero hoy tengo que ir a Anchorage a hacer la compra mensual y tengo que ir en coche». Paul y Ken se ríen juntos. Palmadas en la espalda, despedidas, y Paul vuelve a la cabina listo para el despegue. Ken camina sin prisa de vuelta a casa.

Paul baja la ventanilla. «¡Oye, Ken!» El alaskeño se vuelve y observa al austriaco. Puede que sea por un efecto de la luz del alba, pero ve más que a un piloto, algo más que a un aventurero. Ve a un hombre sin miedo a recorrer un nuevo camino, a seguir un sueño y entender el verdadero espíritu de Alaska, más allá del cuento de la última frontera. Ve a alguien que vuela por volar, para quien el aire no es solo la materia que impulsa alas y velas. Alguien para quien los kilómetros de tundra, lagos y montañas no son una distancia a recorrer, sino un espacio en el que expresarse. Puede ser un efecto de la luz, pero a Ken le conmueve la idea. «Ken, quiero decirte... Nada, olvídalo. Gracias, eres el mejor. Nos vemos en cuatro días. ¡Compra cerveza!» Ken levanta el pulgar. Paul enciende el motor, despega con elegancia y precisión desde la estrecha franja a la que llama «su aeródromo». Gana altura a medida que la intensa luz matinal comienza a acariciar Seward’s Folly. Cuatro horas después, el avión está aparcado en el borde de un valle sin nombre, en algún punto al este de Peter’s Dome. Paul corre mientras a su espalda el parapente se infla. Sus pies dejan el suelo. A su alrededor, una extensión sin fin de lugares nuevos e increíbles, sin rastro de personas, casas o caminos. «Volar por volar» ríe, sentándose en la silla. «Este sí que es el verdadero sabor de los sueños hechos realidad».

- PAUL GUSCHLBAUER -

ALASKA

Un cielo azul y ni una nube. El sol está ya cerca del horizonte y baña con su luz cada punto del paisaje. Ni rastro de presencia humana.